viernes, 31 de julio de 2009

Dolor calcificado.

Le dolían los huesos cuando escuchaba su nombre. Al principio solo se le aflojaban las rodillas cuando llegaba la segunda sílaba, ni un instante antes. Ahora los huesos le dolían de verdad, sentía que cada vez que lo escuchaba moría un poquito. El dolor había traspasado sus vísceras desgastadas y había llegado al esqueleto. Le ocurría cada vez que alguien pronunciaba esa palabra mágica que aparecía discretamente en el DNI del sujeto en observación. Cuándo esa palabra mágica, o su nombre, dejando las cursilerías a un lado, era pronunciada por ella, el dolor se extendía desde el paladar hasta el miocardio y luego a cada hueso terminando en el esternón, sin dejar uno libre.

Esta era su rutina, día tras día se repetían todas esas sensaciones, el dolor calcificado le atacaba desde primera hora, hasta un buen día en que los planetas se alinearon y sus esqueletos se unieron por fin.
Tras escribir la clave de todo en el brazo izquierdo de él con un simple bolígrafo Bic, esa especie de mantra que había tomado prestado, ella pudo sentirse como si hubiera conquistado un nuevo continente. Como si divisara tierra a través de su catalejo después de meses de navegación infructuosa.
El trazo infantil de su caligrafía se desplegaba por el brazo lánguido y cadavérico de él. Repasó el relieve de sus venas y esa forma tan característica que se formaba justo debajo de su codo con la yema de los dedos y de pronto todo cobró sentido, había llegado a la meta, a su nuevo continente, a la gran metáfora. Aunque sólo pudiera permanecer allí cinco mínutos.

jueves, 30 de julio de 2009

Humor de domingo.

martes, 28 de julio de 2009

Monstruo rojo.

Muchas veces me he planteado salir del bucle. Del bucle sin sentido, sin comienzo y sin final, bucle constante que me enreda sin remedio. Pero no sé dónde está la salida y no recuerdo por dónde he entrado en él, no puedo orientarme en el laberinto curvilíneo, nunca se me ha dado bien, ni siquiera teniendo un mapa. Siempre he seguido al gran monstruo rojo, que abre el camino sin pararse a pensar si es el correcto, que a veces se mete entre zarzas que desgarran las capas de mi piel y que hacen que mi sangre brote, manchándome el vestido. A cambio, de vez en cuando, se mete en alguno de esos habitáculos acolchados de un blanco resplandeciente, donde puedo dar rienda suelta a mi locura sin hacerme demasiado daño. Puedo hacer lo que quiera mientras que no me quite la camisa de fuerza.
En alguna ocasión el monstruo rojo está muy enfermo y deja de funcionar. Entonces, camina cabizbajo por el laberinto, da pequeños pasos sin mirar al frente, con la mirada fija en el suelo resbaladizo y la sonrisa más torcida del mundo. Y yo le sigo triste, y acabo mirando también al maldito suelo, que me recuerda lo que he dejado atrás, lo que ya no tiene remedio, lo que me da escalofríos. Porque cuándo el monstruo se cristaliza me cuesta un mundo respirar y también me cristalizo, y me imagino que sabrán cuánto frío se pasa cuando uno está en esa situación. No hay calefacción ni prenda de lana que lo amortigüe.
En otras ocasiones nos cruzamos con otros monstruos rojos a veces grandes, mucho más grandes que el mío, y otras casi ni se les ve, hay una infinidad de tamaños. Cuando yo les veo antes, no hay problema, decido si presentárselos o no, y todo ocurre bajo mis normas, pero cuándo él es el primero en verles, ¡ay cuánto daño le acaban haciendo siempre!, a pesar de lo feliz que está durante un tiempo. Y cuando a él le dañan el resto de mis órganos parece que no reaccionan y me convierto en una especie de maniquí que responde a estímulos externos.
A pesar de todas las aventuras que hemos vivido juntos, la mayoría del tiempo sigo queriendo salir de aquí, o al menos buscarme otro guía más reflexivo, pero no soy capaz de deshacerme de éste. Y eso que he encontrado un par de pistas sobre cómo abandonar el bucle, pero no me agradan las consecuencias que acarrea. De hecho, en un momento de despiste de mi guía autoimpuesto conseguí agarrar un cuchillo que descansaba en el suelo y pensé fríamente en atacarle por la espalda, en aprovechar algún momento de ensimismamiento, ya que el monstruo rojo suele quedarse abstraído en múltiples ocasiones, y clavárselo un par de veces, por si la primera no es del todo certera. Pero he desechado la idea porque al fin y al cabo, un corazón con fugas solo puede durar unos segundos. Y no sería capaz de disfrutar de mi victoria mientras que pierdo tanta sangre.