jueves, 3 de septiembre de 2009

Pensamientos entre sístole y diástole.

Caminabas deprisa, sin dudas ni remordimientos. Nunca te ha gustado mirar atrás, ni siquiera para despedirte, para decir adios moviendo la mano de forma infantil o haciendo un movimiento sutil de barbilla. No sabría decir cuantas veces me quedaba esperando que volvieras la vista con una sonrisa estúpida en los labios y repitiéndome: si no dejo de mirar su nuca, antes o después acabará mirando hacia atrás. Ni siquiera recuerdo de dónde sacaba semejantes planteamientos de lógica aplastante.

Bajabas la cuesta que hay en mi ventrículo izquierdo cuando empezaste a tararear aquella dichosa canción que habíamos adoptado a modo de banda sonora y a mí se me torció un poquito más la sonrisa. Aquella canción que la gente cantaba cuando no habiamos nacido. De acuerdo, cuando yo no había nacido y tú te dedicabas a darle patadas a un balón en una plaza de barrio y a ver por la T.V. caballeros con armaduras resplandecientes y el pelo de colores chillones. Siempre dejando claro que yo estoy en el trayecto de ida y tú en el de vuelta y simplemente nos hemos cruzado en medio por casualidad.

Más adelante, entre aurícula y aurícula, seguías desorientado, no habías estado nunca por aquel lugar remoto y te tambaleabas poniendo muecas, había alto riesgo de ser fagocitado por ese gran monstruo rojo entre latido y latido. Y eso te parecía inconcebible. Apagaste allí el octavo cigarrillo del día y encendiste el noveno emprendiendo el camino de vuelta. Preferías regresar a tu zona de seguridad, lejos de ventrículos y aurículas y por debajo de mi ombligo.