viernes, 13 de noviembre de 2009

2 horas y media.

Ella siempre había pensado que en el fondo los lugares son los que eligen a las personas y no al contrario. Que como efecto secundario de la existencia de los hilos que va enredando el destino, geográficamente se daban rutas que parecían azarosas pero que tenían una razón final de ser. Incluso pensando en la típica imagen del globo terráqueo girando en la mesa y alguien poniendo su dedo encima de un lugar al tuntún.
Y esa mañana, mientras se subía con desgana en el autobús para volver a aquella ciudad monumental, pensaba sobre ello. Le daba vueltas a los últimos años que había pasado allí, se suponía que iban a ser los mejores de su vida, cargados de nuevas experiencias, la época que recordaría en el futuro con nostalgia. Había enumerado más de cien veces las causas estúpidas y poco claras por las que había acabado allí. No le convencían. Aunque quizás el problema fuera suyo y no de la ciudad, desde luego al resto del mundo parecía agradarle.
Una vez acomodada en el paradójicamente incómodo asiento del antiguo autobús, hizo una lista de las personas que habían marcado su vida en la ciudad monumental. Terminó rápido. Le encantaba hacer listas estúpidas, de hecho se devanaba los sesos cuando ya había terminado buscando nuevos puntos que añadir. Esta vez no había más vuelta de hoja, la lista se terminaba con tres palabras. Las pronunció en voz baja. Cada nombre dolía más que el anterior. Clavada en el asiento deseó con todas sus fuerzas poder teletransportarse y aparecer de repente al lado del poseedor del último nombre de la lista, el que se había llevado a Belle y se había llevado a Sebastian, que a esas horas estaría adormilado tomándose el café del desayuno en la ciudad modernista. Recordó que no estaría sólo comenzando el día y volvió a la realidad con el corazón encogido. Quedaban aún más de dos horas de viaje.




*Can´t help falling in love with you. Elvis Presley.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Recordando.

-Yo de pequeña pensaba que tenía poderes.
- ¿Ah, sí? Yo pensaba que tenía talento.

Vendaval.

Todos los años llega ese momento en el que tienes que acostumbrarte al frio, a las prendas de lana, y a tener la nariz helada. A mí normalmente suele encantarme notar el aire frío en la cara, ver como la gente circula por las calles con las manos en los bolsillos, disfrutar con un café caliente o percatarme de lo ridículo que puede ser fumar un cigarrillo con los guantes puestos. Soy una persona de invierno. Lo soy todo el año aunque no lleve la bufanda rodeando mi cuello, simplemente ahora todo el mundo está en el mismo saco.
Este año, sin embargo, el frío me ha llegado demasiado dentro, en ocasiones creo que las cosas importantes que me pasan en la vida coinciden con los cambios de estación. No puedo decir que no quede poético, pero desde luego cuando el mundo que concibes se rompe contra el suelo de la habitación, no te ayudan a recoger los trozos las noches interminables sin dormir, ni la jodida lluvia en la ventana. Y es evidente que el encanto de los cafés y los abrigos, y la literatura trascendental en días oscuros se convierte en una soberana tontería.
Creo que soy una hormiga sentimental, pero bastante poco práctica. Voy recogiendo cosas pequeñas, de esas nimiedades que se juntan y van formando algo grande, algo que me cuesta mucho conseguir. Al principio simplemente por rutina, voy haciendo una montaña, por el momento no es nada complicado y nunca viene mal tener reservas para el invierno. Cada vez es más grande, y cuesta más seguir haciéndola crecer, hacer que tenga una forma adecuada. Podría decidir dedicar mis esfuerzos a otras cosas, quizás buscar a alguien que esté dispuesto a colaborar conmigo. Pero no, siempre me ha parecido mejor seguir con mi montaña, hay algo en esa actividad que me atrae con una incomprensible fuerza. Pero no he caído en la cuenta de que haciéndola sin ninguna protección podría soplar viento y destrozarlo todo. Ya había habido pequeñas ráfagas rebeldes que habían hecho que se cayera parte de la montaña, pero lo había podido solucionar. Pero con el mal tiempo, ha venido un vendaval tal que se lo ha llevado todo de repente. No queda nada, las reservas son inexistentes y el invierno que se acerca poquito a poco se presenta muy largo.




*Please, please, please, let me get what I want. The Smiths.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Tiempo de otoñar.



Otoñar
verbo intransitivo
1 Pasar el otoño en un lugar o de una manera determinada.
2 Brotar la hierba en otoño.
verbo pronominal
3 Sazonarse la tierra en otoño.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Pensamientos entre sístole y diástole.

Caminabas deprisa, sin dudas ni remordimientos. Nunca te ha gustado mirar atrás, ni siquiera para despedirte, para decir adios moviendo la mano de forma infantil o haciendo un movimiento sutil de barbilla. No sabría decir cuantas veces me quedaba esperando que volvieras la vista con una sonrisa estúpida en los labios y repitiéndome: si no dejo de mirar su nuca, antes o después acabará mirando hacia atrás. Ni siquiera recuerdo de dónde sacaba semejantes planteamientos de lógica aplastante.

Bajabas la cuesta que hay en mi ventrículo izquierdo cuando empezaste a tararear aquella dichosa canción que habíamos adoptado a modo de banda sonora y a mí se me torció un poquito más la sonrisa. Aquella canción que la gente cantaba cuando no habiamos nacido. De acuerdo, cuando yo no había nacido y tú te dedicabas a darle patadas a un balón en una plaza de barrio y a ver por la T.V. caballeros con armaduras resplandecientes y el pelo de colores chillones. Siempre dejando claro que yo estoy en el trayecto de ida y tú en el de vuelta y simplemente nos hemos cruzado en medio por casualidad.

Más adelante, entre aurícula y aurícula, seguías desorientado, no habías estado nunca por aquel lugar remoto y te tambaleabas poniendo muecas, había alto riesgo de ser fagocitado por ese gran monstruo rojo entre latido y latido. Y eso te parecía inconcebible. Apagaste allí el octavo cigarrillo del día y encendiste el noveno emprendiendo el camino de vuelta. Preferías regresar a tu zona de seguridad, lejos de ventrículos y aurículas y por debajo de mi ombligo.

sábado, 1 de agosto de 2009

Surreal.

viernes, 31 de julio de 2009

Dolor calcificado.

Le dolían los huesos cuando escuchaba su nombre. Al principio solo se le aflojaban las rodillas cuando llegaba la segunda sílaba, ni un instante antes. Ahora los huesos le dolían de verdad, sentía que cada vez que lo escuchaba moría un poquito. El dolor había traspasado sus vísceras desgastadas y había llegado al esqueleto. Le ocurría cada vez que alguien pronunciaba esa palabra mágica que aparecía discretamente en el DNI del sujeto en observación. Cuándo esa palabra mágica, o su nombre, dejando las cursilerías a un lado, era pronunciada por ella, el dolor se extendía desde el paladar hasta el miocardio y luego a cada hueso terminando en el esternón, sin dejar uno libre.

Esta era su rutina, día tras día se repetían todas esas sensaciones, el dolor calcificado le atacaba desde primera hora, hasta un buen día en que los planetas se alinearon y sus esqueletos se unieron por fin.
Tras escribir la clave de todo en el brazo izquierdo de él con un simple bolígrafo Bic, esa especie de mantra que había tomado prestado, ella pudo sentirse como si hubiera conquistado un nuevo continente. Como si divisara tierra a través de su catalejo después de meses de navegación infructuosa.
El trazo infantil de su caligrafía se desplegaba por el brazo lánguido y cadavérico de él. Repasó el relieve de sus venas y esa forma tan característica que se formaba justo debajo de su codo con la yema de los dedos y de pronto todo cobró sentido, había llegado a la meta, a su nuevo continente, a la gran metáfora. Aunque sólo pudiera permanecer allí cinco mínutos.

jueves, 30 de julio de 2009

Humor de domingo.

martes, 28 de julio de 2009

Monstruo rojo.

Muchas veces me he planteado salir del bucle. Del bucle sin sentido, sin comienzo y sin final, bucle constante que me enreda sin remedio. Pero no sé dónde está la salida y no recuerdo por dónde he entrado en él, no puedo orientarme en el laberinto curvilíneo, nunca se me ha dado bien, ni siquiera teniendo un mapa. Siempre he seguido al gran monstruo rojo, que abre el camino sin pararse a pensar si es el correcto, que a veces se mete entre zarzas que desgarran las capas de mi piel y que hacen que mi sangre brote, manchándome el vestido. A cambio, de vez en cuando, se mete en alguno de esos habitáculos acolchados de un blanco resplandeciente, donde puedo dar rienda suelta a mi locura sin hacerme demasiado daño. Puedo hacer lo que quiera mientras que no me quite la camisa de fuerza.
En alguna ocasión el monstruo rojo está muy enfermo y deja de funcionar. Entonces, camina cabizbajo por el laberinto, da pequeños pasos sin mirar al frente, con la mirada fija en el suelo resbaladizo y la sonrisa más torcida del mundo. Y yo le sigo triste, y acabo mirando también al maldito suelo, que me recuerda lo que he dejado atrás, lo que ya no tiene remedio, lo que me da escalofríos. Porque cuándo el monstruo se cristaliza me cuesta un mundo respirar y también me cristalizo, y me imagino que sabrán cuánto frío se pasa cuando uno está en esa situación. No hay calefacción ni prenda de lana que lo amortigüe.
En otras ocasiones nos cruzamos con otros monstruos rojos a veces grandes, mucho más grandes que el mío, y otras casi ni se les ve, hay una infinidad de tamaños. Cuando yo les veo antes, no hay problema, decido si presentárselos o no, y todo ocurre bajo mis normas, pero cuándo él es el primero en verles, ¡ay cuánto daño le acaban haciendo siempre!, a pesar de lo feliz que está durante un tiempo. Y cuando a él le dañan el resto de mis órganos parece que no reaccionan y me convierto en una especie de maniquí que responde a estímulos externos.
A pesar de todas las aventuras que hemos vivido juntos, la mayoría del tiempo sigo queriendo salir de aquí, o al menos buscarme otro guía más reflexivo, pero no soy capaz de deshacerme de éste. Y eso que he encontrado un par de pistas sobre cómo abandonar el bucle, pero no me agradan las consecuencias que acarrea. De hecho, en un momento de despiste de mi guía autoimpuesto conseguí agarrar un cuchillo que descansaba en el suelo y pensé fríamente en atacarle por la espalda, en aprovechar algún momento de ensimismamiento, ya que el monstruo rojo suele quedarse abstraído en múltiples ocasiones, y clavárselo un par de veces, por si la primera no es del todo certera. Pero he desechado la idea porque al fin y al cabo, un corazón con fugas solo puede durar unos segundos. Y no sería capaz de disfrutar de mi victoria mientras que pierdo tanta sangre.

sábado, 27 de junio de 2009

Playa.



Archivando "playa" como un estado de la mente.

Recordando el invierno.


Las diferencias en el tiempo atmosférico existentes entre las estaciones del año, hacen que los métodos para recordar que "cualquier-otra-parte" está cada día un poco más lejos, sean variados. En invierno es más vistoso, en invierno basta con deslizar un dedo entre la nieve esparcida encima de un coche para expresarlo y con mayúsculas. Parece que no se estila echar a alguien de menos entre sol y calor.


martes, 23 de junio de 2009

Cristal.






Desde que era muy pequeña tenía sueños recurrentes en los que aparecían cristales rotos. Metros y metros cuadrados de superficie cubierta por pequeños cristales puntiagudos. A veces no le quedaba otra que pasar por encima y aún cuando se despertaba y se percataba de que había sido un mal sueño, las heridas seguían doliendo.
Cuando observaba el Palacio de Cristal siempre se imaginaba que si se desplomase de repente, podría hacer sus sueños realidad.

B1.

Normalmente no sabía qué camino tomar, el hecho de no saber si sería el correcto le comía las entrañas poquito a poco. Hasta que decidió dejarse llevar, cometería los mismos errores pero con las entrañas menos perjudicadas. Casi todos los recuerdos que almacenó desde entonces eran más difusos todavía que los anteriores.