viernes, 31 de julio de 2009

Dolor calcificado.

Le dolían los huesos cuando escuchaba su nombre. Al principio solo se le aflojaban las rodillas cuando llegaba la segunda sílaba, ni un instante antes. Ahora los huesos le dolían de verdad, sentía que cada vez que lo escuchaba moría un poquito. El dolor había traspasado sus vísceras desgastadas y había llegado al esqueleto. Le ocurría cada vez que alguien pronunciaba esa palabra mágica que aparecía discretamente en el DNI del sujeto en observación. Cuándo esa palabra mágica, o su nombre, dejando las cursilerías a un lado, era pronunciada por ella, el dolor se extendía desde el paladar hasta el miocardio y luego a cada hueso terminando en el esternón, sin dejar uno libre.

Esta era su rutina, día tras día se repetían todas esas sensaciones, el dolor calcificado le atacaba desde primera hora, hasta un buen día en que los planetas se alinearon y sus esqueletos se unieron por fin.
Tras escribir la clave de todo en el brazo izquierdo de él con un simple bolígrafo Bic, esa especie de mantra que había tomado prestado, ella pudo sentirse como si hubiera conquistado un nuevo continente. Como si divisara tierra a través de su catalejo después de meses de navegación infructuosa.
El trazo infantil de su caligrafía se desplegaba por el brazo lánguido y cadavérico de él. Repasó el relieve de sus venas y esa forma tan característica que se formaba justo debajo de su codo con la yema de los dedos y de pronto todo cobró sentido, había llegado a la meta, a su nuevo continente, a la gran metáfora. Aunque sólo pudiera permanecer allí cinco mínutos.